(abril/2003)
Acto I
El 15 de abril de 1985, cerro arriba, a trescientos y tantos escalones de
altitud sobre el nivel raso de la ciudad, en un recinto remotamente parecido a
algo que pudiera ser una vivienda, nació una niña cuyo nombre no
diremos; no por que no lo tenga -tener lo tiene, que la pobreza, aún la
más extrema, no excluye al nombre como a veces hace con el apellido-,
sino porque esta niña podría ser cualquier niña y, a los
fines que persigo escribiendo esto, lo es. Hija de madre soltera y padre
desconocido, de hembra en celo, hay quien diría, y macho que se aprovecha
sin más conciencia que la ley natural, biológica, imperante en
cualquier selva; producto de las circunstancias, acaso de la inocencia. Desde el
mismo instante de su nacimiento supo lo que era el hambre; y, al poco de caminar
conoció el trabajo duro y constante. Cuando tuvo edad de ir a la escuela,
era mujer de su casa: cuidaba de dos hermanos, niños de menor edad, hijos
tal como ella de padre desconocido, mientras su madre -típica hembra en
ambiente de miseria- ganaba en casa de lujo el poco pan de la cena. De cualquier
modo, ¿para qué ir a la escuela? Nada se aprende con hambre como no
sea a distinguir los gruñidos del propio estómago. No se puede
estudiar con hambre; tampoco sin libros... Y los libros son aún más
costosos que el pan.
Hoy, con 18 años cumplidos, se gana la vida para ella, su madre y sus
hermanos -dignamente, eso sí- limpiando la basura en casa ajena, sin más
perspectiva de futuro, ni más expectativa, que vivir mientras se pueda.
Acto II
Aquel mismo día, 15 de abril de 1985, en una clínica privada
de una zona más o menos céntrica de la ciudad -clase media,
digamos solamente por poner cierta distancia, no para "separar" sino
para producir el contraste necesario a la conclusión-, nació otra
niña. Su padre aguardaba la noticia en el salón de espera,
mientras leía, de un poemario de Andrés Eloy Blanco, aquel hermoso
poema "los hijos infinitos"
("Cuando se tiene un hijo, se tiene al hijo de la casa y al de la
calle entera, se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga y al del
coche que empuja la institutriz inglesa y al niño gringo que carga la
criolla y al niño blanco que carga la negra y al niño indio que
carga la india y al niño negro que carga la tierra.")
Esta niña de la que ahora hablamos, creció al abrigo del cariño
y los cuidados de sus padres, abuelos, tíos y demás familiares. No
supo nunca de hambres o vestidos rotos y cuando anduvo descalza fue por capricho
propio no por falta de zapatos. Asistió desde que tuvo edad a un colegio
privado (aclaro: de pago) y entre estudios y juegos -como debería suceder con todos los niños
del mundo- pasó su niñez sin mayores contratiempos ni amarguras.
Hoy, felizmente a sus diez y ocho años, comienza el segundo año
de carrera universitaria.
Acto III
(discusión)
Cuando pienso en estas dos niñas y oigo cosas tales como que "nada
hay escrito para el futuro del ser humano" porque "el futuro de
cada-quien, cada-quien lo escribe a medida que vive su presente", me digo
que hay algo que no encaja del todo en su sitio. ¿Será que la
segunda niña, me pregunto, tuvo mejores maestros de redacción,
gramática y ortografía que la primera cuando aún estaban en
su limbo prenatal (o preconcepción, por ir más atrás)? ¿Realmente
fueron ellas quienes escogieron los padres que habrían de concebirlas? ¿Fueron
ellas quienes escogieron el lugar donde iban a nacer? ¿qué culpas
tuvo la una que la otra no tuviera? ¿Qué méritos?.
Hay quien se esconde tras la idea de que "la oportunidad toca todos los
días a la puerta, quien no la aprovecha es porque no quiere" para no
ver -como recurso para evitar enfrentar- lo que sucede a su alrededor. Son
aquellos que después de haber "levantado" una empresa exitosa,
a costa de no poco esfuerzo (reconozcámoslo), atribuyen su éxito
exclusivamente al esfuerzo dedicado y olvidan que hace años alguien tuvo
en ellos la confianza suficiente -les dió la oportunidad- y puso a su
disposición los recursos necesarios -financieros, intelectuales o del
tipo que fuera- para comenzar. Es aquel que ha logrado acumular una cierta
fortuna, gracias a su perseverancia y constante esfuerzo 18 horas al día
durante 365 días al año y no pierde oportunidad para contarlo,
orgulloso y ufano -con sobrada razón-, olvidando mencionar, por supuesto,
el apoyo que desde algún despacho gubernamental -a cambio de un mínimo
porcentaje y uno que otro obsequio por favores recibidos-, le vino en la forma
de contratos o pagos anticipados. En fin, las variantes son tantas que sería
imposible detallarlas todas -de harto conocidas que son, por otra parte, no
tiene sentido detallarlas-.
El caso es que -y no dudo que habrá quien me lo discuta-, muchas
veces el éxito o el fracaso -dependiendo de lo que cada quien entienda
por éxito y fracaso, pero en fin, el estar en donde se está- se
reduce a una cuestión de oportunidades -estar en el lugar apropiado en el
momento apropiado-. Es cierto que la oportunidad sin esfuerzo no lleva a ninguna
parte; pero no lo es menos que el esfuerzo sin oportunidad, sólo nos
lleva al cansancio; al desgaste físico y moral (que acaso, el último,
sea el peor de los desgastes).
Abril, 2003
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